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La transferencia en las psicosis

09/06/2014- Por Gabriel Belucci - Realizar Consulta

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Como toda práctica, el psicoanálisis apunta a incidir sobre un real. Freud lo caracterizó como “lo que no anda”, es decir la Versagung. Cada condición de estructura implica determinado modo de hacer con ese real. El deseo del analista apunta a que en el campo de la transferencia se escriba ante lo real una respuesta inédita. Se trata entonces de pensar la especificidad de ese campo para cada condición de estructura. Este trabajo es una contribución a formular la estructura de la transferencia en las psicosis, e introduce una tesis que permite pensarla en su estructura y ordenar sus distintas dimensiones.

 

 

 

1. Recientemente, durante unas jornadas en la ciudad de Viedma (1), señalé que, según lo entiendo, el porvenir del psicoanálisis se juega en gran medida en nuestro país. No sólo por lo que se produce en el terreno del pensamiento, sino por la particular relación que se establece entre nosotros a nuestro real. El psicoanálisis tiene un porvenir si la relación a su real se mantiene.

         Como toda práctica, la nuestra apunta a incidir sobre un real. Freud lo caracterizó como “lo que no anda”, es decir la Versagung, término que una serie de desacertadas traducciones volcaron como “frustración”.

         Cada condición de estructura implica, a su vez, determinado modo de hacer con ese real. La neurosis —y, en este punto, también la perversión— podría pensarse como una respuesta religiosa a lo real, porque se sostiene en la garantía del Padre. En las psicosis, los modos de hacer con eso son siempre singulares, y llevaron a Lacan a introducir el concepto de suplencia.

         Un análisis se plantea entonces como la posibilidad de que, ahí donde se escribió una respuesta religiosa a lo real (en especial el fantasma, como versión del padre), se escriba alguna otra, que permita de algún modo soportar lo real y hacer con eso. En las psicosis, el “tratamiento posible” pivoteará en cambio alrededor de las suplencias, en sentido amplio, es decir como los diversos modos de hacer con lo real que —forcluida la Ley del Padre— el sujeto produjo o podría producir.

 

 

2.       La introducción de la función deseo del analista se podría entender como el modo de sostener que lo que se inventa en un análisis implica en su horizonte una respuesta inédita a lo real. Es el deseo del analista el que hace posible que exista la transferencia como el campo en el que esa respuesta inédita se va a escribir. La transferencia es, lisa y llanamente, lo que responde al deseo del analista. Y, por supuesto, es una función a la que es preciso darle cuerpo, algo que sólo podrá hacer quien haya pasado por la experiencia de un análisis.

         El deseo del analista, entonces, funda y sostiene el campo transferencial y apunta a llevar la cura tan lejos como sea posible, eventualmente hasta sus últimas consecuencias lógicas, es decir hasta un final. En las psicosis, se trata de pensar cada vez ese “hasta dónde”.

         Por otra parte, si el deseo del analista apunta a que en el campo de la transferencia se escriba la diferencia, podemos orientarnos, en cada momento del recorrido de un análisis, pensando cuál es el real en cuestión y, en relación con él, qué se escribió. Esas preguntas conservan su vigencia sea cual sea la condición de estructura de la que se trate, aunque se modularán de modos distintos.

         ¿Cómo se traduce el deseo del analista en un campo que no está ordenado por el universal del Padre? Subrayé en distintos lugares que, en ausencia de ese universal, la clínica de las psicosis se nos presenta como una clínica en la que lo singular adquiere una dimensión distinta de la que tiene cuando se articula a lo universal y a sus variantes particulares. Esa especificidad de la estructura en las psicosis requiere, entonces, de una especial posición de apertura por parte del analista. Sólo esa posición le permite leer las coordenadas del caso y encontrar allí un lugar. Nunca falta, en los tratamientos de algún modo eficaces, un momento de ignorancia radical, incluso de desconcierto, en el que el analista no sabe —del caso y de su posible intervención— y hace lugar a ese no saber, lo soporta, hasta que el propio paciente comienza a aportar indicios sobre la peculiaridad de su real y sus posibles respuestas, así como a alguna dirección posible de trabajo. Por el contrario, aquellos tratamientos que parten de cualquier a priori (como lo fue, durante mucho tiempo, la idea de apuntalar la construcción delirante) están por lo general llamados al fracaso.

         Esa posición de apertura es, por otra parte, solidaria de la pasión de la ignorancia, única que según Lacan es congruente con el deseo del analista, en cuanto hace lugar a una falta fecunda. Donar la propia ignorancia, volverla operativa, es entonces una posición que suele llevar lejos. Sólo así puede pensarse que muchos de los así llamados “analistas en formación” hayan alcanzado una eficacia mucho mayor que nombres ya consagrados en el tratamiento de las psicosis.

         Otro modo en el que se pone en juego esta función es haciendo lugar a que el saber, que inicialmente está en el Otro, y que se va escribiendo luego en el campo de la transferencia, pase al sujeto, que haya como saldo de la operación analítica eso que Freud llamaba una ganancia de saber. A partir de allí, ese saber puede quedar a disposición del sujeto, permitiéndole cierta lectura y anticipación de sus reales y de las posibles soluciones a los mismos.

 

 

3.       Pensar la transferencia en las psicosis supone tomar posición sobre su existencia. Hubo quienes sostuvieron, comenzando por el propio Freud, la imposibilidad de la transferencia y del psicoanálisis en ese campo. Podemos acordar en algo: la modalidad transferencial que se verifica en la cura de la neurosis (investidura libidinal del analista, suposición de saber) no existe aquí. Sin embargo, al finalizar la Cuestión preliminar Lacan señaló que todo lo que había articulado sobre la condición psicótica no servía para otra cosa que para formular la estructura particular de la transferencia. Por otra parte, es una verdad de experiencia que también aquí la transferencia es el territorio en el que se escribe alguna posible respuesta a lo real.

         Aceptar la transferencia psicótica lleva, entonces, a interrogar su estructura. Esa estructura se deriva de la especificidad del Otro. Si seguimos los desarrollos de la Cuestión preliminar, reconocemos tres dimensiones del Otro que es importante no confundir.

         La primera, que en el esquema I Lacan escribe con la letra M, es indistinguible en las psicosis del lugar A. La relación entre el Otro y los otros no es entonces de representación, sino que el lugar no se diferencia aquí de quien lo encarna. Se trata del Otro del goce, que justamente las psicosis hacen existir. Es éste el Otro que el sujeto padece y del que intenta sustraerse, muchas veces sin éxito. Quien encarna ese lugar deviene regularmente perseguidor o suscita la respuesta erotómana.

         Más allá del Otro del goce, hay una segunda dimensión que Lacan ubica en el eje del “se dirige a nosotros”. Es la que podríamos llamar destinatario, toda vez que el sujeto logra producir un testimonio de su padecimiento. Schreber no escribió sus Memorias dirigidas al Otro del goce —a Flechsig, por ejemplo— sino a quien estaba en posición de leerlas, a “los hombres de ciencia del futuro”, y fue así como llegaron a Freud.

         Una tercera dimensión Lacan la sitúa en el eje del  “ama a su mujer”, en el que el otro se presenta como semejante, un otro vaciado de goce y por ende más amable. Schreber, en efecto, dio testimonio de que, aun en los momentos más álgidos de la enfermedad, cuando consideraba que el mundo había sido aniquilado, había conservado en alguna medida su antiguo amor por su mujer, que en ningún momento tuvo para él un carácter persecutorio, y cuya partida a Berlín precipitó su derrumbe.

 

 

4.       No hay que desconocer, por cierto, la tendencia de la transferencia psicótica a asumir un matiz persecutorio o erotómano, incluso a precipitarse hacia alguno de esos polos. ¿Qué implican, a nivel de la estructura?

         La dimensión persecutoria supone una totalización de saber y de goce, la instancia de un Otro absoluto al que el sujeto queda expuesto. Quien se ubique en la posición del que sabe corre entonces el riesgo de volverse persecutorio, como le sucedió a Flechsig al pronunciar su fatídico vaticinio y anunciarle a Schreber que la psiquiatría había avanzado mucho desde la época de su última internación y que ellos sabían qué hacer para lograr su restablecimiento. Flechsig nunca dejó de ser, de ahí en más, el maquinador principal del complot en su contra. Los psicoanalistas estamos hoy lo bastante advertidos de esto para que el deslizarnos a una posición persecutoria sea un muy raro accidente, aunque cierta tonalidad persecutoria suele aparecer en algunos momentos transferenciales, cuya lógica importa entonces formular.

         La erotomanía, en cambio, traduce una falta que el sujeto se ve llamado a colmar con su ser. Su presupuesto es: “soy lo que falta al Otro para ser uno”. Aquí importa dar periódicamente algún signo de que no estamos demasiado interesados en el sujeto, como podría serlo cierto matiz de frialdad o un trato “respetuosamente amable” (saludar dando la mano, por ejemplo). También es oportuno recordar en ciertos puntos que estamos allí a título de una determinada función. No se trata, desde luego, de aspereza o maltrato, sino de esa imprescindible distancia por la que damos testimonio de que nuestra falta no podría colmarse, menos aun mediante el sujeto y su ser. Una posición tal ha contrarrestado muchas veces —en verdad, la inmensa mayoría— lo que se anunciaba como una resbaladiza pendiente erotómana. Y aun si lo que responde en algunos casos es del orden de una declaración amorosa, será el sujeto quien la asumirá en primera persona, en lugar de ser la impostergable respuesta a la iniciativa del Otro.

         Persecución y erotomanía son, entonces, un borde que se actualiza en algunos momentos de la transferencia en las psicosis, pero de ningún modo una fatalidad.

         Algunos analistas, en particular Brocca, sostuvieron que la llamada “erotomanía de transferencia” era la forma que tomaba el amor de transferencia en las psicosis, y propusieron instrumentarla en la dirección de los tratamientos. Esa propuesta, además de riesgosa, no ha sido un camino fecundo. El borde erotómano o persecutorio de la transferencia se actualiza más bien como un obstáculo cuando su dimensión de soporte queda en suspenso. ¿En qué consiste esa dimensión de soporte?

 

 

5.       Como señala Freud en La organización genital infantil, puede disponerse durante mucho tiempo de un conjunto de hechos clínicos y de formulaciones teóricas, pero no es lo mismo contar con un concepto que los ordene. Y bien, estoy en condiciones de enunciar aquí una tesis que articula de un modo muy preciso las distintas dimensiones de la transferencia psicótica, que desde hace años vengo postulando y que he extraído de la clínica y de la lectura de quienes me antecedieron. Es ésta: la transferencia en las psicosis es una función de terceridad, que opera en acto una separación del Otro y apunta a que se sostenga más allá. Desarrollaré esta idea en lo que sigue, en las distintas vertientes transferenciales que desde hace años venimos reconociendo.

 

 

6.       La primera de esas vertientes es la que ubica al analista como semejante. Muchos psicóticos instituyen en la transferencia algún imaginario que los sostiene y sostiene cierta posibilidad de circulación con respecto al semejante, que de algún modo viene al lugar de la escena (fantasmática) que no hay. Esto tiene una estrecha relación con la idea aristotélica de la amistad (φιλία). En su Ética a Nicómaco, Aristóteles plantea:

 

Nos conocemos viéndonos en un amigo. Pues el amigo, decimos, es un otro nosotros mismos. (2)

 

         Lacan advirtió esa relación, que sin embargo no fue retomada hasta los desarrollos de Élida Fernández, quien subrayó su carácter fundamental para pensar la transferencia en las psicosis. Fernández ejemplifica esto con un testimonio de Marguerite Duras, referido al momento en que interpeló a una amiga acerca de la realidad de cierta experiencia alucinatoria:

 

“Yo estaba en la cocina, ella colgó el abrigo en el perchero y vino hacia mí. Charlamos, le hablé de las visiones que tenía. Ella escuchaba, no decía nada. Yo le dije: «Creo en ellas, pero no puedo convencer a los demás». Añadí: «Gírese, mire el bolsillo derecho de su abrigo colgado. ¿Ya ve el perrito recién nacido que sale de él todo rosado? Bueno, y dicen que me equivoco». Ella miró bien, se giró hacia mí, me miró largamente y luego me dijo, sin ninguna sonrisa, con la mayor gravedad: «Le juro, Marguerite, por lo que más quiero en este mundo, que no veo nada». Ella no dijo que esto no existía, dijo: «No veo nada». Tal vez es ahí donde la locura se dobló de una cierta razón”. (3)

 

         Se trata de una posición que, entre otras cosas, supone no recusar ni convalidar la experiencia alucinatoria o delirante. El semejante funciona, así, al modo de una superficie especular que hace de barrera al goce invasivo del Otro. Hay un goce que no pasa a la imagen, y con ese otro vaciado de goce puede sostenerse algún posible lazo.

         Sostuve, en distintos textos, que la charla es la modalidad privilegiada que toma esta vertiente transferencial. La charla es un tipo de intercambio que apunta a lo que Roman Jakobson llamaba “función fática”, es decir, la verificación de la presencia del otro, de un semejante que sigue ahí como sostén. Durante tramos enteros de los tratamientos, lo que tiene lugar con el analista transcurre en este registro, un decir cuya principal función es verificar cada vez el lazo con ese otro que no es el Otro del goce.

         El aporte de Élida Fernández puede considerarse fundamental. Isidoro Vegh, por su parte, agregó un suplemento no menos importante. Partiendo de la teoría platónica del amor, indicó que la “amistad” implica también la constitución de un objeto de goce más allá (4). El objeto es, en efecto, un elemento crucial de esta vertiente de la transferencia.

         Esto no carece de antecedentes en la historia del psicoanálisis. Fue el gran descubrimiento de Winnicott la existencia de una zona tercera entre el sujeto y el Otro, que llamó “zona transicional”, y del objeto con el que esa zona se constituye. El objeto es, así, el elemento tercero que permite que se sostenga la relación entre dos, sin riesgo de hacer uno.

         Éste es, por ejemplo, el lugar de los regalos en el tratamiento de las psicosis: tercerizan la relación al analista y operan una sustracción de goce que lo instituye como un otro “más amable”, alivianado del peso del goce. Jaime, el paciente sobre el que Élida Fernández dio su testimonio en Diagnosticar las psicosis, se procuró regalarle un encendedor y comprarse uno igual, vigilando de ahí en más la presencia de estos objetos. De modo notable, el matiz persecutorio que la transferencia tenía inicialmente se disolvió en ese momento (5). También vienen a este lugar ciertos objetos que no son estrictamente regalos, sino que son “dejados en custodia”, en particular los que tienen el estatuto de obras (escritos, dibujos, productos de diversa índole). Los psicóticos en tratamiento no sólo hacen ingresar esos objetos al campo transferencial, sino que  comprueban luego su permanencia en él, por ejemplo que sigan en el consultorio.

         Ciertos objetos funcionan en ocasiones como mediadores para que la transferencia se instituya. Un paciente que sólo respondía lacónicamente y se mostraba apático comenzó su conversación con el analista cuando ambos empezaron a pasarse una pelotita de tenis, con la consigna de que quien la recibía decía algo.

         Otra cuestión son los “objetos de interés”, que no necesariamente toman cuerpo en objetos materiales. Vegh relata un caso en el que la escritura japonesa resultó el tema común sobre el que la constitución de la transferencia vino a pivotear (6). Los intereses compartidos (el fútbol, la música) son también, en la charla, un elemento tercero que la hace posible. Una paciente que pasaba sus días de internación en la cama, a merced de fenómenos cenestopáticos que la invadían, comenzó a interesarse en la conversación cuando tomó la sugerencia de ver televisión y después contar lo que había visto, al tiempo que el goce autoerótico quedaba de allí en más reducido.

 

 

7.       La segunda vertiente de la transferencia es la que tiene al analista como destinatario del testimonio del sujeto. Me he referido más de una vez a las tres figuras con las que esa vertiente fue pensada. La primera de ellas es la del “testigo”, que nombra simplemente ese lugar en el que no pocas veces quedamos ubicados, en la medida en que hemos ofertado nuestra ignorancia.

         La figura de “secretario del alienado” acentúa la participación que el analista toma en cierta operación de escritura. Esa escritura no siempre asume la forma concreta de un texto, como las Memorias del Presidente Schreber, pero supone siempre eso que Daniel Barrionuevo llamó el “establecimiento de un saber”. Ese saber, producido en la transferencia, permite al sujeto cierta lectura y anticipación de su real y de sus posibles respuestas. Un paciente con el que trabajé hace años, por ejemplo, había obtenido en el tratamiento un saber sobre las consecuencias que tenían para él los problemas de salud de la madre, que por lo general terminaban en una descompensación suya. Eso le permitía llevar la situación al espacio analítico antes de llegar a ese punto, eventualmente dirigirse a la guardia, y las internaciones se hicieron mucho menos frecuentes.

         El lugar de “escuchante”, así llamado por Piera Aulagnier, es un modo de nombrar los efectos que tiene la apuesta del analista a la palabra del sujeto, tratándose de sujetos cuya relación a esa función es precaria. Ésa es toda la diferencia entre la posición del psicoanálisis, que al conceder la palabra al sujeto le permite en ese punto restarse de su posición como objeto del Otro, y la de toda una tradición psiquiátrica, que en su pretensión objetivante redobla la inercia de la estructura, despojando al sujeto una vez más de la palabra. Los efectos de dar la palabra son fácilmente constatables. En un caso que hace poco tiempo fui invitado a comentar, la transferencia se fundó en un acto que la propia paciente nombró como una “validación de su palabra”.

         El testimonio o la palabra mismos pueden considerarse aquí el elemento tercero que organiza el campo transferencial.

 

 

8.       En el límite, es decir, en aquellos puntos en los que el goce del Otro no puede ser contrarrestado por ninguna de las dimensiones anteriores, y amenaza traducirse en un pasaje al acto sin retorno, es precisa una maniobra destinada a que la transferencia se sostenga como terceridad. Ése es el lugar de lo que Colette Soler llamó orientación de goce, que supone una suplencia en acto de la Ley paterna como aquello que sostiene alguna posible terceridad.

         Hay, por una parte, la orientación “limitativa”, un oportuno “no” del analista, que sin embargo conviene que no replique la estructura imperativa a la que el sujeto ya se encuentra sometido, como se puede leer en el siguiente recorte:

 

Un analista ha dado su testimonio de una situación clínica en la que un paciente psicótico concurrió a la consulta hospitalaria en estado de exaltación, estando bajo el efecto de alucinaciones que amenazaban con matarlo, y que relacionaba con las presuntas maquinaciones de unos vecinos, en las que estaría involucrada también la policía y grupos mafiosos. Afirmó, en esa entrevista, tener un arma con la que saldría a “hacer justicia” si los ataques hacia él no cesaban. El analista respondió a esto enunciando que había otros caminos distintos al de la violencia, y que sólo en ese caso lo atendería. Como resultado de esta intervención, la tentativa de pasaje al acto quedó en suspenso y el paciente pudo desplegar algún relato. (7)

 

         Subrayé en su momento que la estructura condicional de esta intervención podemos pensarla como el fundamento de su eficacia. En efecto, no sólo no replica el imperativo de las voces, sino que deja un margen al sujeto —lo restituye— y habilita —al igual que el Padre en la estructura— otros caminos posibles.

         En cuanto a la orientación de goce que Soler llama “positiva”, la caracteriza como una suerte de “sugestión benéfica”, apoyada en la instrumentación del significante del Ideal, que en ningún caso se trata de que sea aportado por quien oficia de analista. Es cuestión, en esos casos, de extraer esa referencia ordenadora del decir de los propios pacientes. Por otra parte, interesa que los efectos petrificantes y totalizantes del Ideal en su vertiente materna —tal como opera en las psicosis— puedan de algún modo contrarrestarse estableciendo una relación no-toda a ese término. En el caso que Colette Soler pone como ejemplo, no se trataba solamente del Ideal, sino de la obra, lo que le confiere de hecho otro lugar.

         Aquí son el “no” o el Ideal los elementos que, siguiendo a Soler, sostienen en el límite la función tercera de la transferencia.

         Cuando estas instancias de terceridad fracasan se abrirá paso de modo más descarnado el goce del Otro, haciendo necesarias otras maniobras, como la de una posible internación. Pero aun maniobras como éstas sólo serán propiciatorias si se instituyen también como terceridad y apuntan a producir lo que en la estructura ha fracasado: la posibilidad de una salida. Sea cual fuere su alcance, en eso y no en otra cosa consiste la justificación de nuestro quehacer y del deseo que lo sostiene.

 

 

Texto basado en dos clases dictadas los Hospitales “J. M. Ramos Mejía” y “Braulio A. Moyano”, Ciudad de Buenos Aires, los días 13.III y 5.VI.2014. Gabriel Belucci es psicoanalista, profesor regular de la Universidad Favaloro y UCES, docente regular UBA, supervisor de los hospitales “José T. Borda”, “Braulio A. Moyano”, “J. M. Ramos Mejía” y CSM N° 1 (CABA), Hospital “Eva Perón” (San Martín), Residencia PRIM (Hurlingham) y Clínica Ducont (Ramos Mejía). Correspondencia a: gbelucci@elsigma.com.

 

 

Notas

 

(1) I Jornadas de Psicoanálisis en la Patagonia, “Rutas del psicoanálisis al sur del cielo”. Organizadas por El Otro Sur. Viedma, 9 y 10 de mayo de 2014.

(2) Citado por Élida Fernández. Cf. FERNÁNDEZ, E., Diagnosticar las psicosis, Data, Buenos Aires, 1995, p. 210.

(3) Op. cit.

(4) Cf. VEGH, I., Estructura y transferencia en la psicosis. En: Las psicosis, Homo Sapiens, Rosario, 1993, p. 82.

(5) Cf. FERNÁNDEZ, E., Diagnosticar las psicosis, Data, Buenos Aires, 1995, teórico XI, p. 159.

(6) Cf. VEGH, I., Estructura y transferencia en la psicosis. En: Las psicosis, Homo Sapiens, Rosario, 1993, pp. 83-84.

(7) Cf. BELUCCI, G., Psicosis: de la estructura al tratamiento, Letra Viva, Buenos Aires, 2009, pp. 154-155.

 

 

Bibliografía

 

AULAGNIER, P., El aprendiz de historiador y el maestro brujo, Amorrortu, Buenos Aires, 1992.

BELUCCI, G., “Después del manicomio: ¿qué salida?”. En: Imago Agenda, Nº 148, abril de 2011, pp. 26-28.

BELUCCI, G., Psicosis: de la estructura al tratamiento, Letra Viva, Buenos Aires, 2009.

FERNÁNDEZ, E., Diagnosticar las psicosis, Data, Buenos Aires, 1995.

FREUD, S., “Introducción del narcisismo”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, 1996, vol. XIV.

FREUD, S., “La pérdida de realidad en la neurosis y la psicosis”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, 1996, vol. XIX.

FREUD, S., “Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (dementia paranoides) descripto autobiográficamente”. En: Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, 1996, vol. XII.

LACAN, J., “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”. En: Escritos 2, Siglo XXI, Buenos Aires, 1995.

LACAN, J., “La dirección de la cura y los principios de su poder”. En: Escritos 2, Siglo XXI, Buenos Aires, 1995.

SOLER, C., “¿Qué lugar para el analista?”. En: Estudios sobre las psicosis, Manantial, Buenos Aires, 1992.

VEGH, I., “Estructura y transferencia en la psicosis”. En: Las psicosis, Homo Sapiens, Rosario, 1993.

WINNICOTT, D., “Objetos transicionales y fenómenos transicionales”. En: Realidad y juego, Gedisa, Barcelona, 1995. 


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