» Introducción al Psicoanálisis
Me olvido de todo04/07/2006- Por Sergio Waxman - Realizar Consulta

“Cuando hablamos producimos cosas que se desvanecen
en el momento en que las decimos” -
Emilia Ferreiro
Ana y Rosa no fueron nunca al psicólogo, pero están preocupadas por algo que les ocurre a ambas, notable coincidencia. Por eso, en busca de una solución, las dos señoras, íntimas amigas desde la inolvidable escuela secundaria, se ponen de acuerdo en ir el jueves a las cinco de la tarde a una conferencia que se dicta en un teatro de la calle Corrientes, a fin de remediar el problema de la falta de memoria, que parece aquejar hoy día a casi todo el mundo, y no sólo a ellas. Pero esa tarde, o mejor dicho al día siguiente, descubren que no habían ido, se les olvidó. Se impuso, como se dice, la lógica.
Lejos de claudicar, las dos amigas resolvieron asistir a la conferencia a la semana siguiente, obstinadas en conocer el método publicitado para dejar de olvidar. Anotaron la fecha en un papel, y esta vez una de ellas lo recordó y le avisó a la otra. Así, el jueves a las cinco en punto de la tarde, se allegaron a la conferencia, donde se toparon con una multitud encolumnada en la entrada, la mayoría eran señoras que buscaban curarse de los olvidos. El comentario, mientras esperaban entrar, era que se olvidaban de las cosas de una manera tremenda. En realidad se olvidan de las palabras, sólo que en el momento de los olvidos parece que las cosas mismas son arrasadas.
La muchedumbre desbordó la sala, y Ana y Rosa se quedaron sin asientos, sólo se llevaron un folleto ilustrativo. Frustradas, volvieron a sus casas, aunque primero entraron a la confitería que está en la esquina de Callao a charlar un rato. Parlotearon de todo: de sus otras amigas, de hijos, maridos, nietos, y de los problemas cotidianos y eternos, incluyendo fiestas y enfermedades, con todos los detalles, sin olvidar nada. Tan entusiasmadas estaban conversando, que ya no recordaban que se habían perdido la conferencia. Es extraño, pero los olvidos preocupan cuando uno se acuerda de ellos.
Sin dudas, la falta de memoria es un motivo de consulta permanente a psicólogos y psiquiatras. Nuestro consultorio resulta ser el destino cotidiano donde los pacientes depositan una inquietud casi obsesiva, delatando su preocupación cada vez que se olvidan de algo. Las y los pacientes refieren que se olvidan alguna palabra, pero no cualquiera, sino aquella que justamente quieren recordar, y prueban entonces con las palabras vecinas. Se desesperan porque no recuerdan el nombre de la compañera angelical del Coro Universitario, que después cantó boleros en Colombia y se casó con un aviador. O se olvidan en qué lugar de la casa dejaron la camisa recién planchada, hasta que emprenden una búsqueda angustiosa por todos los recovecos, y encuentran la camisa impecable en el canasto de la ropa sucia, confirmando la sospecha de que están frente a un síntoma manifiesto. Hay casos alarmantes, como descubrir la manteca en el estante de los remedios, después de haberla buscado en lugares equivocados, como la heladera. No sólo las mujeres olvidan, los hombres también, pero les preocupa menos, ellos nunca confunden el nombre de los jugadores de fútbol, ni olvidan la hora en que se transmite el partido. Las mujeres tampoco son de olvidar el horario del teleteatro brasileño-saudita.
La ciencia positiva basada en la evidencia investigó el problema. No pudo cuantificar, en sus experimentos con ratas, el porcentaje de palabras memorizables, entonces sometieron a setenta y cinco personas de 26 años a la simple prueba de masticar (probaron con chicle), concluyendo que masticar beneficia la memoria en un 20%, y hasta un 30% si la dentadura es postiza (¿postiza a los 26?). Ha sido publicado como investigación rigurosa por la prestigiosa Universidad de Northumbria, Inglaterra.
Con un concepto opuesto, el psicoanálisis propone un método que privilegia los olvidos: cuando a un paciente le falla la memoria, los analistas aguzamos nuestro interés. En un análisis se consideran seriamente chistes y sueños, y olvidar no es un problema, sino una puerta que se abre, quizás el inconsciente depare un reemplazo fecundo. Pero las personas se asustan cuando olvidan, creen estar sufriendo un naciente problema neurológico que avanza de manera inexorable. En momentos críticos se les nubla la mente y no retienen siquiera los nombres de Alfredo Alcón y Norma Aleandro. Es el caso de nuestras dos amigas, se desvelan porque la memoria les falla, y anhelan encontrar el método que las aligere de tamaña carga.
Sí, al revés de lo que se piensa, la falta de memoria es una carga y no una falta, como lo testimonia una paciente que se quejaba de sus frecuentes olvidos, pero recordaba con insistencia el abuso que sufrió de niña. El analista le hizo notar que más que sufrir de falta de memoria, sufría de un exceso, y recordar le resultaba insoportable. De hecho, las consultas pueden ocurrir cuando ciertos recuerdos precipitan el sufrimiento, y el análisis avanzará a medida que los pacientes olvidan.
Por ello, los olvidos en análisis no indican una falla sino que justamente apuntan a la memoria, ubicada en un, digamos, vacío lleno de cosas (imágenes y palabras). Los analizantes suelen admirarse de la memoria del analista, quien de pronto cita una frase de otra sesión, que ni recordaban haber pronunciado, hasta que la oyen ahora en boca del analista, como un hallazgo de lo ya dicho. Se sorprenden porque el analista detenta una memoria selecta, pero la “atención flotante” inventada por Freud, consiste, como su nombre lo sugiere, en no fijar la atención en nada en especial, y en dejar que lo importante, lo mínimo, advenga. La más perfecta memoria, la de la infancia, capaz de asimilar un idioma nuevo en poco tiempo, es una memoria que no se esfuerza, y la infancia no vale por añorarla sino por lo que determina en silencio a lo largo de la vida.
Las dos señoras, siempre juntas en las buenas y en las malas, iban a la conferencia en busca del método para no olvidar, pese a que los olvidos son inolvidables, una estela encendida siempre permanece. La pregunta más bien sería cómo hacer para olvidar un olvido. La conferencia prometía, en el anuncio del diario, explicar las causas de la falta de memoria, y dar las soluciones. Se aconsejaba una dieta de fibra, soja, romero y ajo. Es verdad que una amiga de Rosa y Ana hizo la dieta y los olvidos continuaron, pero acá nos estimulan con un abanico de consejos, no lo esperan todo de la comida. Por un lado están los neurotransmisores y el sistema endócrino tan relacionado al nervioso. Por el otro, el mundo moderno nos bombardea con exigencias, vivir preocupados afecta nuestra concentración, todos soñamos con una temporada en las sierras o el campo. En el anuncio se recomendaba cuidar las cervicales y la depresión, ya que ambas resultan etiologías casi universales, que pueden ocasionar infinitos males, al punto que una puede causar a la otra, y cada una todo. También se indicaba hacer ejercicios, no sólo físicos, ejercitar la mente: memorizar palabras (sic), números y colores, llenar crucigramas y responder adivinanzas. Quizá la regla de oro consista en ser ordenado y planificar. Conviene descansar bien. Y masticar mucho.
El día que surgió la idea de ir a la conferencia, Ana le confió a Rosa que tuvo una distracción llamativa. Había salido a la mañana de su casa a hacer trámites. Y aunque es una privilegiada que lee sin anteojos, jamás deja de llevarlos encima. Este día los necesitó para leer la letra chica de un documento. Los buscó en la cartera, que es inagotable, y no estaban. Tampoco los llevaba calzados en la frente ni colgados del cuello. Llamó a los lugares donde estuvo, en alguno los habría olvidado, inclusive se esforzaba por memorizar cada movimiento sospechoso que hizo, quería orientarse en la memoria para ubicar la escena delatora. Pero los anteojos no estaban. Preguntó, insistió, fue inútil, no había nada que hacer, solo le restaba darlos por perdidos. Emprendió el regreso a su casa, mortificada, y al abrir la puerta los encontró arriba de la mesa, inocentes, apacibles. Allí estaban los anteojos olvidados, casi observándola. No los había perdido en ningún lado sino en su propia casa. Comprendió, entre perturbada y feliz, que esta vez el olvido le había permitido no perder.
Se comprende la preocupación por las faltas de la memoria. Perder la agenda es textualmente igual a perder un trozo inquietante de realidad: esos teléfonos y nombres en orden alfabético eran más que simples letras y números, rebasaban su naturaleza. Cuando decimos “me olvido de todo”, en realidad olvidamos sólo una parte, y es ésto lo que nos deja perplejos, pareciera que es una parte propia la que se pierde. El fragmento olvidado, curiosamente, invade nuestra identidad y resta. ¿Cuál era el nombre de la calle imborrable donde la citaba el novio a escondidas? ¿Y el del club de Vicente López donde festejaron los quince años de la hija mayor? ¿O el apellido vasco del dentista que la atendió durante veinte años, que termina con y griega? La respuesta está en la punta de la lengua y no hay caso, no quiere salir de esa parte del cuerpo.
Perdemos muchas cosas, intangibles o sonantes: dinero, documentos, llaves, sin saber dónde ni por qué, aunque intuimos que habrá una causa. No sólo objetos y palabras, también se pierden años, afectos, seres queridos. Perder es casi una gradual necesidad, si bien nos cuesta aceptarlo. La vida es una obra que construimos durante largos años, y llegados a una cierta edad comprobamos que la obra es interminable, y que la vida termina antes que la obra. Los olvidos, pareciera ser, anticipan esta condición.
Para colmo, aunque lo intentemos ocultar, los seres humanos somos frágiles, seguramente porque estamos hechos de palabras, y ante el riesgo de perder una, sentimos un temblor. Al personaje de Borges, el memorioso Funes, le pasaba lo mismo que a las dos amigas, pero al revés: no se olvidaba de nada, ni de lo mínimo. Funes testimoniaba el peligro que encierra no el olvido sino el recuerdo minucioso. Diríase que resolvió el temor a olvidar mediante el recurso paradójico de acordarse de cada detalle, y se le tornó paralizante. Ahora bien, Jorge Luis Borges imaginó una solución imposible (no para él): recordarlo todo. Es más fácil olvidar, y más realista.
Además, lejos de ser una ausencia, el olvido se incluye con derecho propio en el lenguaje, y nunca está ausente en lo que se dice. Los poetas, que viven en un mundo de palabras secretas, evocan el olvido siempre, junto al silencio. Juan L. Ortiz ha definido el alma como “un olvido hacia una orilla eterna”. Olvidar, entonces, no es una omisión sino una presencia, por cierto furtiva. Si toda palabra es equívoca, el olvido es su expresión privilegiada.
Quizá la consigna audaz sea abandonarse a los olvidos, y aceptar. Al fin y al cabo, tanto el olvido como el recuerdo son las caras transitivas de una misma moneda, y son parte de una dialéctica de la vida con final seguro. ¿El miedo a morir, patrimonio de los seres que hablan, no será simplemente el miedo a olvidarse de todo?
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