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Presentación del libro: “Una estética para el psicoanálisis y el arte. Fragmentos, intervalos, interrupciones”, de Claudia Lorenzetti

28/03/2022- Por Masu Sebastián, Nora Trosman y Carlos Paola - Realizar Consulta

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El 17 de marzo de este año se efectuó la presentación del libro cuyo título encabeza esta publicación. A la belleza y rigurosidad del texto de marras se sumó el reencuentro de los cuerpos tras dos años de pandemia, hecho que trazó un marco de acontecimiento a esta re-unión celebrada en el Pasaje Bollini de Buenos Aires. Razón por la cual hemos decidido incluir los tres escritos leídos en esa oportunidad en el mismo orden que los asistentes tuvieron oportunidad de disfrutar.

 

                      

                  Ediciones del Dock. Colección Ensayos. Buenos Aires. 2021

 

 

                                                      Panel de presentación con Masu, Claudia, Nora y Carlos

 

 

Presentación de Masu Sebastián

 

  El libro que presentamos hoy, se va amasando entre distintas búsquedas que, en sí mismas, resultan un modo de responder a la pretensión de un mundo sin puertas, que hace un culto del todo. (Es la pelea de este libro, se tiene una pelea cuando se escribe).

 

  Ante un discurso de época que se podría imaginar como un espacio tipo loft, un galpón libre de compartimentos en el que predomina la transparencia, Claudia Lorenzetti se propone seguir un hilo-sombra con miras a hacer lugar a lo fragmentario. Porque es en los intervalos, en las interrupciones que “crece la potencia de lo irrepresentable. Desde ese hilo tira una pregunta que hiere al libro de principio a fin: ¿qué relación existe entre el arte y el psicoanálisis, entre el acontecimiento estético y el que produce el análisis?

 

  Con esa brújula, se abre una conversación entre voces que, al provenir de distintos campos, enriquece el camino, invitando a nuevos giros. En la práctica analítica esa potencia de lo irrepresentable será “el corte que propicia la intervención”.

 

  En la pintura de Velázquez, la “subversión de la espacialidad”, en la poesía la “ruptura de sentido”, en el cine de Lucrecia Martel será “desactivar las percepciones domesticadas”, en el montaje de Luciana Estévez, no se muestra más que desmembrando. Así, la escritura del libro se va adentrando en el laberinto que le es propio, apelando a distintas perspectivas pero que comparten un punto común: el rechazo de cualquier posición teleológica.

 

  Hay una posición claramente política determinando su hechura: el arte y el psicoanálisis hacen resistencia contra la lógica capitalista. Y allí donde los medios pretenden eliminar la distancia entre la realidad y su imagen mediática, se apuesta por una estética que considerada afín a ambos campos, implica por añadidura también una ética porque transparencia equivale a decir “la muerte del deseo”.

 

  Es otro de los intereses fuertes que moviliza los pasos a dar, generando una nueva pregunta: ¿“a qué estética apostamos en nuestra práctica como psicoanalistas y en qué sentido decimos que el arte comparte dicha estética?”

 

  Es en este punto que pensadores de la talla de Burke y Kant, fundamentalmente, salen al cruce con el fin de poder dar algunas respuestas. Sus pensamientos interesan por la ruptura que gestan en relación al concepto de lo bello concebido como armónico, introduciendo la categoría de lo sublime. Lo sublime es un hilo en el laberinto, nos dice el libro.

 

  Así, por ejemplo, se recurre al Kant que dice que cuando “lo que se mira produce vértigo, cuando lo que alcanza los sentidos es inapropiado para la representación (…) la imaginación es llevada a su propio límite. Es echando luz sobre ese límite que se dibuja una estética que “al ser concebida como un desgarro, un vértigo, lleva a una pérdida de referencias que impide la síntesis perceptiva”.

 

  A Claudia le “resuena” esa experiencia de lo sublime como afín a la función de mediación que en nuestro campo propicia la ficción, ésta hace resplandecer el acceso a lo real. Ese “desborde” de la experiencia de lo sensible queda enlazado al decir a medias, propio de la ficción, que no sucede sin una resonancia en el cuerpo, como pasa con la poesía, que cuando nos conmociona nos lo hace sentir en el cuerpo.

 

  Está claro que Claudia escribe como psicoanalista formada en el Freud que dejó explicitado que los artistas nos enseñan, adelantándosenos, porque las obras no ilustran los acontecimientos psíquicos sino que los engendran, de igual manera que se ha formado en el Lacan que (no sin una cuota de arrogancia, a mi criterio) supo decir respecto de Margarite Duras: ella “evidencia saber sin mí, lo que yo enseño”. Epígona de los fundadores, Claudia sigue ese camino, decidida.

 

  De hecho, se entra al cuerpo del libro por la puerta de una obra pictórica de Magritte que encontramos en la tapa: “La llave del campo”. En el cuadro, el cristal de la ventana por la que miramos salta en mil pedazos. En un solo golpe, se nos tira en la cara la ruptura, la fractura. No es solo una tapa, es un decir de Magritte, que podría ser tomado como epígrafe. Logrado, es un abrepuertas que nos lleva derechito hacia la cuestión que importa.

 

  Del Arte Contemporáneo se recorta “el hacer con lo que hay” encontrándose allí una relación con lo que es la invención para Lacan aunque, si bien él había situado que los significantes eran siempre recibidos, “lo recibido, lejos de la memoria, en tanto totalidad propiciatoria de sentido, se refiere a marcas, a significantes, para hacer con ellos otra cosa, darles otro uso”. Es lo que se propone para la posición del analista en la institución hospital, que no sería transgredir sino leer el “no todo”. Esa profanación, enlazada a lo “no realizado” del inconsciente, lleva a concluir que lo que se inventa son siempre, trozos, fragmentos, pedacitos.

 

  Este “hacer con lo que hay” deja resonar, al menos para mí, el eco de una enseñanza que ha dejado su marca. Porque evoca este otro: “los que escriben con lo que hay”, que Claudia practica. Es el subtítulo de uno de los libros de Tamara Kamenszain, poeta con quien Claudia se formó en el terreno de la escritura ‒también yo, no puedo no decirlo‒ cuya presencia en el libro es innegable.

 

  Tanto por el trabajo sobre los puntos suspensivos en la frase de Vallejo “hay golpes en la vida tan fuertes… yo no sé”, que hacen al hecho poético que se desarrolla en el libro pero que, también, aparece como fragmento en el video, como porque el nombre de Tamara lo encontramos entre las dedicatorias del libro. El otro nombre es María Luisa Iuale. Borges dice que la dedicatoria de un libro podría definirse como el modo más sensible de pronunciar un nombre.

 

  Distintos pedacitos van teniendo lugar mientras se sostiene el hilo en el laberinto. (Tal vez la escritura, sea solo eso, mantener vivo ese hilo) Señalemos uno más: el que abre al proceso en sí de la escritura, Claudia lo historiza en las palabras preliminares.

 

  El libro es testimonio de una búsqueda que empezó en la adolescencia cuando surgió la pregunta por la poesía y encontró en ésta la posibilidad de un “rescate” del mundo de ciertas certezas mortíferas, no nos dice cuales, nos lo entrega velado, a medias, con pudor.

 

  El psicoanálisis llegó después de la mano de su propio análisis y de la interlocución con los otros con quienes conformó un lazo de trabajo. Al proceso de la escritura le debe el puente que se tiende desde ese tiempo adolescente y el espacio del hospital que habitó por más de 30 años. (Y yo diría que habita todavía, porque esa red de lazos tan fuertes no se reduce a un espacio geográfico ni aun tiempo cronológico. Es una conversación que continúa por las transferencias)

 

  Y es eso exactamente lo que construye la escritura: los puentes. El libro resulta de esa construcción que hace que los fragmentos, se encuentren atraídos por un mismo imán. Esa atracción tira del hilo de la escritura.

 

  Invitada a dar mi versión por el libro mismo y mientras me pregunto cómo sería enmarcar mi lectura en la calle más que en el museo, leo en ese “rescate en la poesía”, lo que María Negroni sabe situar como la “carta infectada”. Infectada de infancia porque “nunca nada anula nuestra infancia”, en consecuencia, hay un “escriturado de la vida”.

 

  Por eso un libro se va amasando despacio, hay que dar con esa carta a la que le faltan y le sobran letras que, si bien está ahí, se nos rehúye. Es sobre ésta que va a montarse la escritura y, para que pueda surgir, habrá que “instalar en medio de las ruinas, las marcas de la obsesión”. (Es el lado penoso de la escritura, porque también hay otro muy gratificante que lleva a quien escribe a horizontes que no se había planteado).

 

  Pienso que es sobre esa carta, soporte de la escritura, que podemos situar el germen del deseo de analizar. Porque, ¿sin carta infectada qué camino de análisis se iniciaría? Y la misma, aunque en un tiempo distinto ‒y entonces la hace otra‒ es sede del proceso de escritura de un analista, cuando éste se decide a hacer lugar a las preguntas que lo interpelan ante el ejercicio de su función. Como sucede en este libro que se convoca al sabor de los artistas para “iluminar la función del analista”.

 

  En esta práctica, el pretendiente a ocupar el lugar de analista se hace de las propias sombras, esas que supo poner en suspenso para dejar venir las del analizante cuyo análisis conduce. Porque este libro me hace decir que el analista es un enciende-sombras.

 

 

Presentación de Nora Trosman

 

  En La voluntad de poder Nietzsche afirmó una idea que ya atravesaba su obra desde el inicio, inicio antifilosófico sin duda y por ello encaminado hacia la estética. Decirlo de este modo puede resonar muy fuerte, pero de lo que aquí se trata hoy es de un campo de  fuerzas, de múltiples resonancias y a la vez de apuesta.

 

  El aforismo dice “Tenemos el arte para no morir a causa de la verdad”. Y como hoy se trata del libro de Claudia, le sumo tenemos el arte, el psicoanálisis, la filosofía y la política también para no desfallecer ante lo tanático de La verdad; La Una, La Toda.

 

  Me quiero detener en el subtítulo, que aún en su condición de subtítulo, dice tanto que por momentos envuelve y expande al título mismo. “Fragmentos, intervalos, interrupciones”. ¿No hay entonces una línea, una trama, una secuencia que componga un Todo? Dejo abierta la pregunta para intentar que así permanezca, no para responderla luego, sino para que vuelva una y otra vez a aparecer, a veces casi  como escondida entre las páginas.

 

  Esta propuesta me recuerda la de Artaud cuando sostiene que la vida consiste en un constante arder en preguntas.

 

  Dice Deleuze, en nota apuntada por Claudia. “El mundo no se expresa en el Logos como bella totalidad, sino en fragmentos y pedazos como objetos de aforismos, en símbolos como mitades degolladas”. Deleuze, con Derrida, Nietzsche, Heráclito, y también con Freud.

 

  Estamos con este libro frente a un potente intertexto, hecho de diálogos, encuentros, errancias hacia los territorios del poema, la pintura, la performance, el cine, las movidas políticas, las moradas que se constituyen en tales en tanto su uso toma otras derivas que las habituales.

 

  De sus pliegues emanan las voces, decires, huellas de Spinoza, Rancière, Derrida, Deleuze, Celan, Vallejo, Martel, Kamenszain, Szutlwark, Joyce, Butler. Recorren las páginas haciendo una contraexperiencia de la cita. Esto es el modo en el que Claudia se apropia de sus referentes en este ético-estético desafío.

 

  ¿Cuál es el desafío y por qué lo nombro como contraexperiencia de la cita? Ésta  comienza y finaliza, está acotada a un desarrollo puntual y da consistencia a una idea propia. Nos apoyamos en la cita como  una autorización en compañía.

Pienso que acá hay algo diferente. ¿Qué? Pregunta abierta a la lectura.

 

  Las citas hacen como un segundo escrito, casi se podrían leer de corrido al modo de una cartografía con la potencia de sus líneas diferentes y cercanas, necesarias unas y contingentes las otras. ¿Un dispositivo de lectura, me pregunté, que podría ir incluso más allá de una decisión tomada? Como los escolios, verdaderos desvíos en la Ética de Spinoza, muy presente sobre el final.

 

  Pasillos de hospital que son sitios de lazos y modos de alojar soledades, la calle con su chispazo de alegría y experiencia liberadora de lo público, calle y no museo, lugar éste de conservación de momias conceptuales, como lo veía Nietzsche y también  más tarde, Marcel Duchamp.

Línea de la espacialidad que Claudia releva una y otra vez, en tanto práctica común al psicoanálisis y al arte, línea que habla de la experiencia en su vertiente contingente y por lo tanto capaz de fulgurar aconteceres.

 

  Otra línea que me atrevo a trazar, esta vez muy en nombre propio, es la que recorre el libro de Claudia, según lo que Deleuze leyendo a Spinoza, propone como la hipótesis paralelista. Esto es el paralelismo arte-psicoanálisis en el que, como en la Ética de Spinoza, no hay ninguna jerarquía y más aún, dominancia de uno sobre el otro.

 

  Para el filósofo se trataba del paralelismo cuerpo-alma, aquí y siguiendo su traza, puedo decir modo arte, modo psicoanálisis. ¿Por qué modo? El modo es en mi lectura, su título: “Una estética para el psicoanálisis y el arte”; una estética  en modo paralelista y agenciamiento entre los dos territorios.

 

  Territorios y no disciplinas, por esto y siguiendo la propuesta de Agamben que Claudia tan singularmente elige, modo de profanación de lo disciplinario y es así, porque sólo profanando ambas disciplinas puede haber una estética y una ética común al arte y al psicoanálisis.

 

  Osadía de nuestra autora que saca del museo a la calle, de la sala al pasillo, del consultorio a la puerta, en un gesto que posibilita el devenir experiencia y espacio de lo profanable. Y desde aquí es posible tal comunidad  arte-psicoanálisis, en tanto territorios cuya propiedad es armar conjunciones inéditas. Imposible pensar este movimiento al interior del corpus disciplinario según Foucault.

 

  Si de inspiración paralelista se trata y asumo mi lectura, nos encontramos con el fragmento titulado “Desactivar percepciones domesticadas”, cuya invitada principal es Lucrecia Martel. Su firme decisión es operar a través de su cine, sobre la domesticación de los sentidos y la distorsión de las realidades que consumimos. En paralelo, trae a Lacan con su decir “hacer sonar otra cosa que el sentido”.

 

  Claudia compone este fragmento sobre el cine de Lucrecia Martel, muy en cercanía con Artaud y su Primer Manifiesto sobre el teatro de la crueldad. En el caso de la directora, el fragmento toma el sonido en su distorsión, la imagen como producción no sujeta al encuadre y el montaje y la narración a distancia de una historia lineal.

 

  A la cruda visualización de lo que es, se opone un teatro que por su conexión con la poesía y su estilo, nos acerca lo que no es, en el decir de Artaud, lo irrepresentable, es decir la vida en su modo de exceder toda representación posible.

Línea que Claudia trabaja una y otra vez, sosteniendo que la condición poética y la de todo arte, aporta un remanso en el rio de la certezas, bellas son sus palabras.

 

  Trasmitir la sensación a través del lenguaje, aquí cerca de Francis Bacon y su pintura, nada que narrar, ni comunicar ni representar, se trata de la sensación y nunca de lo sensacional.

 

  Otra línea de esta cartografía, la idea de lo sublime como interpelación de lo bello, trae otra forma de paralelismo arte-psicoanálisis por donde aflora una ficción capaz de tocar lo real y es en este punto, donde nuestra autora, ubica al velo, a los velos y su pudor como condición ética del medio decir de la ficción.

Sera por la vía de esta lógica del no todo por donde llega a la singular significación de “La Sombra”. Desde aquí soy llevada a Tanizaki y su “Elogio de la sombra”.

 

  En Occidente tanto en el pensamiento como en el arte, el más poderoso aliado de la belleza fue siempre la luz. En la estética tradicional japonesa, lo esencial es captar el enigma de la sombra. Lo bello es un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de las distintas formas que arman la sutileza y modulación de la sombra.

 

  Ahora entonces y en resonancia, Claudia trae los versos de Paul Celan.

 

”Habla tu también

habla como el último

di tu decir.

Habla

pero no separes el no del si.

Dale a tu decir también este sentido:

dale la sombra”.

 

  Decires, pinturas, películas, práctica artística y práctica analítica se constituyen en ese temblor propio de los lenguajes y sus ficciones. Según Claudia, ranura por donde respira lo real, respiración y cuerpos capaces de otras afecciones que desarman la inercia de lo orgánico y producen un nuevo reparto de lo sensible.

 

  Siguiendo la línea de Nancy, el arte como resistencia al cierre y captura de significados, tampoco garantía, el arte no consuela, humaniza y aquí la presencia de Doris Salcedo, artista colombiana contemporánea, que suscribe la idea del arte como “germen de una nueva humanidad”, según palabras de Rancière.

 

  Si somos contemporáneos de un tiempo de procesos a percibir mucho más que de historias a narrar, llegamos junto a Lucrecia Martel, a suscribir en paralelo la idea de Badiou. Lo cito: “Sólo hay fragmentos del devenir natural y humano con momentos continuos y potentes discontinuidades”.

 

  Micropolíticas de lo cotidiano que siempre son con otros, este con cum latino que retuerce al máximo Esposito en Comunitas para subrayar que el signo de ese con, es un hacer comunidad.

 

  Experiencia, a la vez de la precariedad, junto con la sensación que lo colectivo porta y que Claudia, tras Spinoza, nombra alegría como afección. Pero sin perder nunca el hilo de lo oscuro, vulnerable y sinsentido.

Un devenir siniestro, sinestrear como verbo según Martel que no paraliza sino insinúa, contornea lo absurdo, el sinsentido, la finitud.

 

  Arte y psicoanálisis comparten finalmente una estética aunada en la tríada opacidad, silencio, penumbra; siempre en conexión con la transparencia, el sonido y la luz, seis devenires en su singularidad colectiva.

 

 

Presentación de Carlos Paola

 

  Parafraseando a René Magritte, cuyo cuadro “La llave del campo” ilustra la tapa de “Una estética para el psicoanálisis y el arte” de nuestra querida amiga Claudia Lorenzetti, afirmo: Esto no es un libro.

 

  O para decirlo en términos menos enigmáticos: Esto no es solamente un libro. Porque “Es el testimonio de una búsqueda que comenzó hace muchos años”. Como la poesía, y cito fragmentos de su exquisita prosa: “es un rescate que aleja de los sentidos unívocos, (…) un remanso en el río de certezas que ametrallan”.

 

  Pero es también, y de un modo performativo, una mano que te zamarrea como un ciruelo junto a la otra que te sostiene, según la referencia de Antonio Di Ciaccia acerca del estilo de Lacan. Porque se trata de una escritura que toma el cuerpo.

 

  Y en ese delicado borde entre lo que sacude, con audaces articulaciones como “un psicoanálisis que sea de la calle y no de museo”, y lo que sostiene, con fundamentación teórica clara, precisa y rigurosa, transcurren la estética y la ética que reúnen a psicoanálisis y arte, pasando por la literatura, la pintura, el cine y diversas expresiones contemporáneas, donde la noción de lo irrepresentable atraviesa el texto de principio a fin.

 

  Esta obra llega a mis manos cuando todavía me rondan algunas preguntas acerca de la escritura de Freud quien, por el carácter literario de sus comunicaciones científicas, recibe el premio Goethe de 1930 y la nominación al Nobel de Literatura de 1936.

 

  Por un lado, sabemos que la posición del escritor es bordear con ficción lo imposible de decir. Contorneando con palabras ese resto que no se puede articular, lo insinúa, lo evoca, lo hace resonar a distancia, pero haciendo más grata su aproximación. Porque sin una ficción que sacuda y a la vez sostenga, esa proximidad resultaría insoportable.

 

  Precisamente, la etimología de ficción remite a modelado. Modelado, podríamos decir, del encuentro con la imposibilidad, donde no se trata de una oposición entre un mundo imaginario y otro real, sino de una construcción que, alterando las coordenadas de lo representable, pone en juego lo imposible de representar.

 

  Parafraseando ahora a Claudia, el escritor teje una ficción que soporta un real, haciéndolo resplandecer con su evocación y, al mismo tiempo, ocultándolo; estableciendo un intervalo entre lo que se dice y lo que calla. Porque la verdad, como afirma Lacan, tiene estructura de ficción, y sólo puede decirse a medias. O aún, en fragmentos.

 

  Por otro lado, sabemos también que el ensayo es uno de los géneros literarios y que la literatura es una de esas siete llamadas “Bellas Artes”.

Entonces, ¿fue sólo por su gusto y estilo personal que Freud se valió del recurso literario a la hora de dar cuentas de lo acontecido en la praxis psicoanalítica?

 

  Si acaso la respuesta fuera afirmativa, ¿cuáles otros recursos tendríamos a disposición para transmitir el quehacer con la imposibilidad? Luego, ¿cómo se advierte si una comunicación científica ha alcanzado el estatuto de ensayo literario?

 

  Es rumiando con estas cuestiones que empiezo a leer el primer capítulo de “Una estética para el psicoanálisis y el arte”, donde me encuentro con lo que, para mí, es un hallazgo: el enlace con la noción de la estética de lo sublime.

 

  Mientras que la estética de lo bello queda restringida a la idea de armonía y buena proporción, lo cual poca cosa nos dice respecto de lo que al psicoanálisis concierne, la categoría de lo sublime, introducida por Burke y por Kant, no sólo da cuenta del deleite que experimenta el espectador ante pasiones desagradables, como en el caso de Hamlet por ejemplo, sino que también funda una estética concebida en la vía del vértigo y el desgarro que lleva a una pérdida de referencias.

Entonces, como dice Ranciere, lo esencial a la estética de lo sublime es que la obra muestre lo no representable.

 

  Y lo sublime, en tanto evocación de un real, implica un exceso en el lenguaje. Conmoviendo un vacío de representación, hace resonar ese resto vivo del cuerpo que queda sin nombrar. De ahí la magia y la potencia de las palabras poéticas. En forma análoga en psicoanálisis, “ese vacío de sentido” es conmovido en la interpretación por la vía del equívoco.

 

  Decía Rodríguez Ponte: “La máxima de nuestra ética (máxima imposible), es que aquello de lo que no se puede hablar (la muerte y el sexo), hay que decirlo (…), para que esta imposibilidad se produzca como tal, allí donde es esperada en el discurso”[1].

 

  La estética de lo sublime resulta, entonces, el modo privilegiado de producirla. Lo cual no sólo da fundamento a la hipótesis central de que arte y psicoanálisis se sostienen en la misma estética. Sino que también es parámetro que define si una comunicación científica ha alcanzado el estatuto de ensayo literario, o no.

Y el libro que estamos presentando lo alcanza plenamente. Razón por la cual deviene sublime.

 

  Luego, más allá del interés y talento artísticos de Claudia, este texto introduce un antes y un después en nuestra comunidad: esa marca freudiana de fundación, ya no podrá considerarse una contingencia.

 

  Pero el libro no sólo repara en la escritura, también recorre diversas disciplinas artísticas. Me detengo primero en el cine, en la referencia a Lucrecia Martel, quien afirma que la realidad es una construcción ficcional donde se trata más de reescribir que de recordar, que dicha reescritura se sostiene en lo discontinuo y lo fragmentario y que, cuando un personaje confronta con lo irremediable del desamparo, se le abre una posibilidad: que eso está en sus manos.

 

  Afirmación que conlleva la pregunta por la responsabilidad del qué hacer con el vacío: ¿Tirarse de cabeza por él? ¿Taponarlo con el engaño de que nada falta allí? ¿O entretejer una trama que lo sostenga sin obturarlo?

 

  Precisamente, expresiones contemporáneas como la Instalación y la Performance, que ganan la calle como obras efímeras, más que un producto o un objeto, lo que presentifican es la nada que allí habita. Ubicadas en las antípodas del Todo de la lógica del mercado, no convocan a la plenitud sino a lo irrepresentable.

 

  Así propician un nuevo reparto de sensibilidades, interpelando al sujeto a experimentar con el vacío y hacer lazos que no queden reducidos a lo identitario de la masa.

 

  A continuación, Claudia plantea el par calle-museo. Haciendo referencia a Agamben, quien afirma que la religión capitalista apunta a un absoluto improfanable que impide usar, habitar y hacer experiencia, la calle, por oposición, es el espacio donde habita lo que se mueve, lo que no anda, el conflicto, lo contingente. Podemos decir, las diversas formas con las cuales lo irrepresentable empuja.

 

  El psicoanálisis de museo sería, entonces, aquel que se aferra a los saberes instituidos, congelándolos en estereotipos y obturando el lugar de causa.

Mientras que el psicoanálisis de la calle sería aquel que da lugar a la invención en la vía del porvenir. Y es en este campo donde podría ubicarse la práctica del psicoanálisis en las Instituciones Públicas.

 

  Recuerdo que en la época en que ingresamos al Ameghino muchos de los que estamos presentes aquí, varias parroquias psicoanalíticas porteñas nos decían que lo que practicábamos en el hospital no era psicoanálisis. A lo sumo y con suerte, sólo entrevistas preliminares. Sostenían dicha limitación en las diversas condiciones que impone el Otro Institucional.

 

  Pero nosotros, que ofertábamos nuestros cuerpos en la experiencia, teníamos la convicción contraria. Y argumentábamos que Freud analizaba arriba de un tren o en la cima de una montaña y que la multiplicación de demandas propia del hospital, en todo caso, afilaba nuestra escucha empujándonos a leer el no-todo en las situaciones más diversas.

 

  “Hay veces”, dice entonces Claudia, textual y bellamente, “en que los efectos analíticos suceden entre las cuatro paredes de un consultorio dentro del hospital. Hay veces en que esos efectos desbordan las paredes del consultorio y ruedan por los pasillos haciendo lazo; de esta forma en los pasillos, algo pasa entre otros. Pero también hay veces en que la práctica del psicoanálisis desborda las paredes de la institución.”

 

  Agrego entonces que, cientos de trabajos publicados, cerraron la boca del museo del psicoanálisis en esa contienda. Hoy, muchos años después, lo que causa alboroto son las declaraciones sobre identidad de género.

 

  Por último, Claudia sitúa, con relación al inconsciente, la diferencia entre inventar y descubrir. Descubrir supondría un saber completo, cerrado y ya constituido previamente. Mientras que inventar, en coincidencia con el arte contemporáneo, implica un hacer con eso que hay. Porque si bien los significantes son recibidos de una instancia previa que es el campo del Otro, la invención de un significante nuevo es algo bien diferente a la memoria. Implica la caída de saberes supuestos.

 

  A partir de lo cual, me autorizo a decir que este libro no sólo da testimonio de una trayectoria, sino también testimonio de un fin de análisis.

 

  Hace más de ocho años que con Claudia dejamos de encontramos en los pasillos que nos cobijaron durante casi tres décadas, junto a Haydée, Leo, Nada, Stella, Gloria, Alba, Lili, Marta, Judith, Silvia, María, Nelly, Perla, Rosa, Masu, Sara, Héctor, Adrián, Roberto y tantos otros queridos compañeros con los cuales sostuvimos la interlocución.

 

  A pesar del tiempo transcurrido, vuelvo a encontrar convergencias en las formulaciones y resonancias en las escrituras. Lo cual me hace sentir que no estoy ni tan solo ni tan loco, ni que me fui tan al pasto con mis escritos; que aquella experiencia de la calle sigue haciendo marca; que hay al menos una interlocutora interesada en los temas que me parecen vitales y urgentes. Por eso quiero agradecerle a Claudia el honor de estar hoy en esta mesa y poder hacer pública la inmensa alegría que me causa la aparición de este libro. 

 



[1]   Ricardo Rodríguez Ponte, Intervención en la mesa redonda “La creación del arte”, EFBA, Junio 1988, http://www.efbaires.com.ar/files/texts/TextoOnline_413.pdf.

 


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