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El fetichismo de la violencia en las prácticas psi

08/10/2020- Por Luciano Rodríguez Costa - Realizar Consulta

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Presentamos la descripción y análisis de un fenómeno recurrente: el fetichismo de la violencia. Una forma de fascinación mórbida ante aquello que rotulamos como “violencia”, y que nos lleva a desmentir precisamente todo aquello que hace a nuestra materia de trabajo. Este fenómeno representa una forma de subjetivación desubjetivante que nos deja ejerciendo el mismo mecanismo silencioso de ejercicio de poder de sometimiento, sin que estemos advertidos de ello. Es vital reconocer cómo actúa para que en nuestras prácticas podamos situarnos éticamente, es decir, como adultos capaces de responder ante el apremio del otro mediante la conservación de nuestra capacidad de con-dolencia.

 

                  

 

                                                Acción Poética Perú*

 

 

  La palabra violencia ‒quizás de los ’90 en adelante‒ ha ganado una presencia cada vez más difundida e insistente no sólo en nuestro medio psi sino en la sociedad toda. Nos hemos acostumbrado a las diferentes adjetivaciones de las violencias, y vimos en ello la posibilidad de dejar de mirar para otro lado ante las formas de sufrimiento normalizadas.

 

  Dos cuestiones en torno a esta palabra quizás sí nos sorprenda más: por un lado, (1) muchas veces la palabra violencia opera en sí misma como medio de ejercicio de la violencia; y por otro lado, (2) ejercemos la violencia más frecuentemente de lo que estamos dispuestos a reconocer.

 

 

Hechizados por la violencia

 

“Seis instituciones convocadas a articular estrategias posibles para el abordaje de un joven, Sábato, cuya situación actual es de una complejidad y gravedad tales que nadie sabe ya bien qué hacer con él. La reunión transcurre entre relatos de episodios disruptivos: robos, asesinatos de familiares, consumo y actos compulsivos de consecuencias potencialmente mortíferas.

 

  El reloj de arena deja caer sus últimos granos sobre una montañita de episodios horrendos acumulados en el tiempo desplegado. Al cabo de una hora y media no sabemos aún quién es Sábato, nadie ha hablado de qué creemos que le pasa, ni se ha intentado poner en sentido su historia y los actos a los que esta lo lanzó, y si se dijo mucho sobre sus consumos, muy poco sabemos sobre su dolor. En las reuniones habitualmente no hablamos del dolor de los jóvenes”.

 

  Silvia Bleichmar consideraba que violencia era una categoría “encubridora de demasiadas cosas”. Nosotros hemos elevado esa suspicacia a estatuto de categoría: el fetichismo de la violencia. Un fenómeno recurrente que consiste en quedar fascinados ante episodios disruptivos de ciertas normalidades y que solemos catalogar como “violentos”.

 

  La fascinación ante la violencia opera como un fetiche ‒tanto en el sentido antropológico, como en el freudiano y el marxista‒, cuando el objeto que deslumbra parece autoengendrado, operación en virtud de la cual se desmiente toda la cadena de sentido de la cual es emergente.

 

  Cuando quedamos fascinados por el fetiche de la violencia olvidamos la historia, las secuencias de episodios que llevaron a un determinado estado actual, olvidamos la dimensión de enigma que muchos actos debieran tener antes de ser rotulados de “violencia” ‒como si eso dijera algo‒, dejamos de tratar con el dolor y, particularmente, dejamos fuera nuestra capacidad ética fundamental: la con-dolencia.

 

  El fetichismo de la violencia representa una forma de ejercicio de la violencia, en la medida en que nos deshumaniza y nos deja desmintiendo y silenciando precisamente todo aquello previo y actual que no tiene que ver con los episodios que, en un acto de violencia, llamamos “violentos”.

 

 

La violencia es una forma de subjetivación desubjetivante

 

  Si antes usamos violencia en dos sentidos diversos, se debe a que la violencia per se es aquella que opera desde las sombras, silenciando, invisibilizando aquello que produce sufrimiento y dominación. Y es una forma histórico-política desplegada con cada vez mayores grados de sutileza y diversidad en los tiempos del neoliberalismo y de las sociedades de control.

 

  Decimos que son formas de subjetivación porque implican modos de ver el mundo, de actuar en él, de auto-percibirnos, formas de la moral, todos los cuales, sin embargo, en el caso del fetichismo de la violencia, se trata de modos que tienden a producir en nosotros efectos de desubjetivación.

 

  Por ejemplo cuando no podemos entrar en contacto con los mensajes entre líneas que aquel joven intentaba con sus actos disruptivos, cuando no podemos hacer entrar en lo pensable el sentido en su fragmentaria historia y, sobre todo, cuando no podemos sentir con-dolencia ante él y necesidad de ofertar presencia y formas de apaciguamiento, sino sólo horror y pasividad.

 

  En esos casos, aunque parezca que no hacemos nada, esa nada es ya la forma de ejercicio de una violencia insospechada que desmentimos que estemos protagonizando. El fetichismo de la violencia nos ha violentado y ahora la ejercemos desubjetivadamente sin estar advertidos.

 

 

Culpabilizar a la víctima

 

  ¿No podría suceder acaso que sencillamente no estemos advertidos, o incluso, que se nos haya escapado la tortuga ‒parafraseando al Diego‒? Pensemos en el ejemplo de la reunión entre equipos: si alguien de pronto dispusiera de la agresividad suficiente como para señalarnos que nuestro pie yace engangrenado en la trampa para osos de la violencia y que, como consecuencia, estamos deviniendo violentos hacia Sábato, el resultado probablemente sería que nos escandalizaríamos, nos enojaríamos y, aunque no nos guste, seguramente terminaríamos por atacar a quien podría habernos salvado con su interpelación.

 

  ¿Por qué se lo atacaría? Cuando la violencia no logra su silencioso trabajo de silenciarnos y silenciar al otro, entonces tiene que demostrar abiertamente su faz de dominación.

 

  Belén López Peiró da testimonio de estas formas de la violencia. El título que le da a su libro es el nombre de la violencia: cuando ella logra reunir la agresividad suficiente como para hacer visible y audible aquello silenciado e invisibilizado, los abusos que sufría de parte de su tío, su tía y prima lo que le preguntan es “¿por qué volvías cada verano?”.

 

  Se culpabiliza a la víctima. No hay sorpresa y posterior con-dolencia hacia la víctima, sino un reproche culpabilizante que supone, ahora sí, el ejercicio de una hostilidad asumida a nombre propio, es decir, subjetivada.

 

  Como en un exorcismo, el demonio no puede sacarse del cuerpo hasta que revela su nombre propio. La agresividad interpela la violencia, la obliga a re-subjetivarse y decir su nombre. La relación de violencia ahí es el patriarcado y el machismo operando “inadvertidamente”.

 

  Ahí es que aparece el verdadero rostro de la hostilidad y la dominación del semejante, que antes sólo pensábamos era una tortuga escapando a toda velocidad.

 

 

En las prácticas

 

  Cuando el fetichismo de la violencia opera en nosotros, quedamos reproduciendo el mismo ejercicio de violencia que estamos padeciendo. Esto representa una problemática profesional, en la medida en que nos lleva a desmentir y silenciar precisamente todo aquello que hace a nuestra materia misma de trabajo: el sufrimiento, el dolor, el llamado, la historia, lo no-dicho, el enigma de lo actuado, entre otros.

 

  Además, es tanto una problemática de poder como una problemática de salud, porque en ese punto estamos sufriendo un proceso de desubjetivación. Y aunque nos suene difícil de dimensionar o aceptar, se trata de procesos cotidianos de una capilaridad social inusitada.

 

  Nos sucede cuando llamamos al delivery de una App precarizadora y explotadora, cuando levantamos el vidrio polarizado para no cruzar ni siquiera la mirada con el pibe que limpia vidrios, y, sobre todo, cuando en nuestras prácticas en salud perdemos, sin darnos cuenta, la capacidad de ponernos en el lugar del otro, así como la capacidad de poder escucharlo con miramiento por su diferencia.

 

  Nos sucede cuando olvidamos que es un semejante como nosotros pero que se halla en una situación de apremio que representa un llamado urgente a nosotros y a nada menos que nuestra humanidad más originaria. Aquella que se gestó cuando nuestro adulto respondió a ese primer llamado ante el apremio vital de la existencia, sacándonos de nuestra soledad y demostrándonos que es posible que alguien se preocupe por nosotros.  

 

 

Arte*: Acción Poética irrumpe en 1996 en Monterrey, México. Es un movimiento mural literario que se ha extendido mundialmente manteniendo el alcance revulsivo de la letra.

 

 


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